En el centro comercial 

Nunca me gustaron nada los centros comerciales, ni me gustarán. Solo me gusta acudir a uno de esos lugares con un objetivo muy concreto, cumplirlo e irme. En ocasiones, se necesita comprar algo de ropa o lo que sea y la tienda en cuestión está en un centro comercial: pues muy bien, voy hasta allí, lo compro y adiós. Pero no, la mayoría de la gente va a un centro comercial a ‘pasar la tarde’ y eso no lo soporto.

Pero cuando te conviertes en padre debes empezar a hacer cosas que no soportas y con una sonrisa en los labios: porque a mi hijo sí le gusta ir a centros comerciales, correr, jugar y sobreestimularse entre música, luz y algarabía generalizada.

Desde hace un tiempo, vamos a un centro comercial que está cerca de un barrio de gente bastante o muy adinerada. Nos queda relativamente cerca y no suele haber mucha gente en comparación con otros: un mal menor para mí. Al principio, estar rodeada de medio millonarios me resultaba interesante. Observaba sus comportamientos como quien rueda un documental sobre el guepardo africano. 

Ya hemos coincidido bastantes veces en la zona de juegos con una abuela que parece haber sido actriz o modelo o algo así. Está tan delgada que un día se la va a llevar el aire acondicionado del centro. Se ha hecho un lifting o dos y va siempre con gafas de sol (dicen que hasta duerme con ellas). Por supuesto, también va de punta en blanco… y no interactúa con nadie, ni siquiera con sus nietos. 

Ella les echa un ojo, les deja jugar y adopta una posición entre altiva y abúlica, como quien desearía volver a desfilar o subirse a las tablas de un teatro, pero debe estar cumpliendo en el centro comercial por deferencia a su hijo o hija. 

Al final, le he tomado cariño a la abuela lifting, sobre todo desde el día en que uno de sus nietos empujó a mi hijo al suelo y se acercó y me susurró un ‘disculpa’. Como si la Virgen me hubiese bajado a ver o algo así. Ya me siento más cercano a mis amigos guepardos.